ODA AL ASOMBRO

Por: Félix Molina-Flórez

Palabras minuciosas, si te acuestas
te comunican sus preocupaciones.

Ida Vitale

Si digo que un poema cayó del cielo, directo a mis manos, de seguro muchos no creerán, y menos si digo que ese poema me cambió la vida. Y lo dudan, no porque nieguen la existencia de los cielos, sino porque esperar que algo caiga de ellos “es un clisé que perdió hace tiempo su última gota de prestigio”. Qué poca capacidad de asombro, ¿cierto?

Pero no importa: la verdad termina imponiéndose. Un poema me cayó del cielo y me cambió la vida. “Ajedrez” de Borges. Aquella mañana gris me sentí atrapado en ese tablero; en ese territorio donde se libraba una inacabable batalla de la que todos hacemos parte. Un universo en el que la eternidad mueve las piezas. Una, donde los dioses son presas, también, de otros designios, de otros azares, de otros misterios. No lo entendí aquella vez, por supuesto; lo hice mucho después cuando volví a ‘jugar la partida’ y me puse a explorarlo con otros lentes. Y le di gracias a la vida por ayudarme a constatar que las intuiciones que tuve de niño se fueron cumpliendo una a una ante mis ojos sorprendidos, asombrados. El destino me miraba con miedo porque sería subvertido por aquel muchachito asombrado.

Recuerdo que una noche abrí mis ojos en medio de una terrible oscuridad y me sentí abrumado. Salí al patio, como con la idea de combatir el insomnio, y vi los reflejos espléndidos de la luna que me señalaban hacia el otro lado: una cajuela de tornillos, botellas vacías, canastas plásticas… Ninguno de esos objetos ameritaba, en ese momento, mi mirada. Entonces decidí subirme al techo para mirar al cielo, y así intentar reemplazar la ausencia de un libro que me estaba agotando (cada vez que veo en alguna película o serie esa imagen, la poesía parece acariciarme de algún modo, hasta estremecerme). Y vi el cielo: estrellado, espléndido. Y la luna: enorme, borgiana. Sentí que era un cartón al que se le hacen muchos huecos, y de donde sale chisporroteando la luz que se refleja desde atrás. Ese día la poesía me mostró su rostro: el asombro terminó venciendo la ausencia del libro y me enseñó a mirar las cosas de otro modo; y para mí, esos otros modos estaban en los libros y en la vida también. Así que emprendí un viaje hasta ellos que me ha traído hasta aquí: usar la palabra como para testimoniar la memoria. Porque algún día tendremos que entenderlo: somos memoria; la palabra que se repite: el tiempo lo dice a cada instante. Somos un retorno inacabable. Ese día supe que debía encontrar una forma de dignificar los significados; seducirlos, acariciarlos, profanarlos, poseerlos; huir de ellos. La poesía, como una estrella, me condujo hasta ese niño que aún estoy contemplando. Y él también me contempla a mí. Y nos asombramos de vernos dolorosamente sacrificados, aunque con la idea vivaz de salvar a alguien. De mostrarle otros caminos a alguien.

* * *

Mi experiencia como bibliotecario agudizó ese gusto ya completamente interiorizado. Dejé la universidad a la que había entrado tantas veces, a intentar terminar una carrera que algunos profesores estaban dispuestos a impedir: menos mal que no lo lograron; de lo contrario, hoy estaría muy seguramente perdido en la manigua. En otra manigua. Pero siempre hay alguien que lo salva a uno: y esas salvaciones no se olvidan. Están en la memoria. Entré a la biblioteca y ahí aprendí la mitad de lo que soy hoy: humano, lector, padre, profesor; intentado enfrentarme a las disyuntivas que nos presenta la vida: la muerte y la vida; ir y venir; dormir y despertarse; obedecer y rebelarse. Todo esto vuelve a diario: si no es así, la lectura pierde sentido. La lectura nos humaniza, nos redarguye, nos inquiere; nos confronta, nos debe conmover, nos vuelve más poéticos. La palabra tiene la fuerza de cautivar, de obnubilar, de impulsarnos hasta otros escenarios de significación. Y ahí, ellos: escritor, libro y lector, tranzan un diálogo que retumba. Y más allá –o más acá– está quien anhela revelar el misterio poético, que jamás podrá ser develado en su totalidad, pero que permite fugas…

En la biblioteca entendí la importancia del silencio. A contemplar la historia detrás de cada libro. A cuestionar el orden. En la biblioteca aprendí a entender la amistad como lo que es: un puerto que puede ser útil para ir, para volver; o para que un errante asome sus pies al abismo. La biblioteca me ayudó a confrontar la ingenua costumbre de justificar la ignorancia y la mediocridad. Allí constaté, mientras leía libros, revistas y periódicos, que la literatura tiene una fuerza que nos graba los fonemas en la memoria, que luego repetiremos hasta morir. Mi experiencia con los libros, no como un vigilante bibliográfico, sino con la esperanzadora idea de ganar lectores, me ayudó a pensar en la otredad. En la biblioteca entendí que los libros no son objetos muertos: palpitan aún empaquetados, como las momias de nuestros ancestros, para quien la muerte no existe en esa forma vana que la concebimos (igual que el libro). Ese espacio, que luego fue profanado por la burocracia, me dio la posibilidad de tenerlos en las manos, tan cerca; la posibilidad de adentrarse en una lectura, y en otra, y en otra, y explorar su génesis, su explosión, su camino hasta mis manos, y este recuerdo que los vivifica.

Frente a ellos descubrí ese paraíso del que habla Borges. Ahí, entendiendo los espacios como formas de representación, me destinaba a leerlos, a escribir sobre ellos, a revisar algunos menesterosos poemas que luego merecieron la dignidad del fuego. Y lo hacía sin orden, sin itinerario: solo impulsado por el placer de la historia; por ver cómo la palabra dibuja la imagen que quedará ahí, fijada de algún modo, a nuestro ser: a lo que hemos construido, a lo que explota y de cuya detonación nacen Universos. Gracias a esa Biblioteca, esta vez a la gestión de su directora de entonces, conocí a Ida Vitale, Ledo Ivo… ¡Se imaginan: Ida Vitale! La mujer enorme que había conocido en los libros; que había leído, admirado, apreciado. ¡La misma que vertió a Bachelard al castellano! La misma que me llamó, cuando me bajaba de una tarima después de leer, y me dijo que el poema EVA, para entonces inédito, tenía “una fuerza muy bella”. Aquella alegría, nostálgica hoy, me mantiene vivo: recapitulando los recuerdos, valorando el tiempo, queriendo ir y volver, pero siempre rodeado de un libro digno de habitar.

* * *

Los que me conocen saben que defiendo los libros: los valoro, los respeto. Soy un romántico que aún cree que un libro, un fragmento, una secuencia, una metáfora, pueden ser fundamental en el proyecto de vida de alguien (Hoy ‘Casa tomada’, es una muestra). Por ese convencimiento que tengo, traigo a colación aquella lejana tarde de mayo, cuando el avión que me llevaría a Bogotá estaba despegando, lloré con un ardor en la garganta que ahora recuerdo bien. ¿Qué me había llevado hasta ahí?  ¿En qué momento había llegado, no a ese aparato, sino a ese destino a constatar tantas cosas? La respuesta estaba en la infancia, en la madre recitándome salmos que aún recuerdo de memoria, a esa partida de ajedrez, a esa mirada de luna, a entender que el lenguaje es infinito y que solo basta que lo exploremos: como un astrónomo que no descansa hasta descubrir un nuevo mundo que, sin embargo, ninguno de nosotros irá a explorar jamás.

Esa palabra que palpita en los libros, esa que habita en la memoria, esa que deja en evidencia la realidad, esa que la poetiza para hacerla digerible, esa palabra me ha llevado a ser profesor de literatura, y mi único propósito es uno: revivir en alguien el asombro.

Gracias…

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